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domingo, 22 de agosto de 2010

No le temo a la impaciencia de sentirme derruido


No le tengo miedo al negror de la muerte
ni a la frialdad de una lápida marmórea
ni a la certeza de terminar siendo la cena
de gusanos, larvas y raíces.
No le temo a las soledades infinitas del ocaso
ni a las tinieblas ininterrumpidas
de las calles nocturnas
ni al aullido de los lobos
ni al maullar de los gatos
ni al silencio de las aves
despobladas de sus cielos
ni al murmullo de las fuentes
en ausencia de turistas.

No le temo a las quimeras
ni a los ensueños mendigantes
ni a las puertas oxidadas
ni a la furia del averno.
No le temo al porvenir
ni al pasado ni al presente
ni a ese tiempo persistente
que acaricia incertidumbres
enredado en aspavientos.

No le temo a los infiernos
de la guerra y del espanto
ni a la paz de los sepulcros
ni al recuerdo inverosímil
de personas taciturnas
ni a la ausencia de recuerdos
en memorias más que ajenas
ni a la amnesia ni al desastre
ni al mareo ni al desquite.
No le temo a las bandadas
de bandidos bandoleros
ni a la ignorancia ni a su violencia delincuente
ni a los cerros ni a los llanos
ni a la hondonada indiferente y agresiva
ni al embate destructivo de las hordas asesinas

Ya no le temo a la carestía
ni a la falta de rocío en los ramales
ni al exceso de rocío en la mejillas
ni a los vientos ni a las turbas
ni a los mares ni a sus olas
embistiendo las orillas con su furia de titanes.
No le temo ya a la vida
ni a sus modas ni a sus ansias
ni a sus dioses ni a sus vallas
ni al suplicio consumista

subyugante en las aceras.

Le temo sí; y mucho,
a la Nada
Le temo sí, aún más,
al desvanecer de la conciencia
sin registros de presencia…
a la propia inexistencia.

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